Columna de José Félix Lafaurie Rivera – 21 de octubre 2023.
Tengo cuatro hijos y, por ello, soy impenitente observador de esa juventud actual, diferente a la que me correspondió vivir, en valores, herramientas y oportunidades para enfrentar la vida, aunque la nuestra fue pionera en marcar diferencias sustanciales en la icónica década de los sesenta.
Y observando a los jóvenes me topé con un mesero colombiano en un hotel de Frankfurt; Alemania; un valluno que nos colaboró con generosidad y a quien invité a almorzar junto con su novia, por gratitud y para que me contara su historia.
Músico empírico, Andrés quería serlo profesionalmente, pero su alternativa era la Universidad del Valle y no pudo superar la barrera de 30 cupos para 1.000 aspirantes. Quizás por el ejemplo de su madre docente, fue profesor de música en una fundación para niños autistas y estudió una licenciatura, mientras aprovechaba una beca de inglés con los ojos puestos en Canadá o Australia, pero la falta de recursos se le atravesó nuevamente.
Sin embargo, Andrés no se amilana y aplica a un programa “Au pair” en Alemania, que permite cuidar niños de familias anfitrionas durante un año, “a la par”, o a cambio de recibir hospedaje, alimentación y dinero para gastos menores. Cumplido el año, hace otro de trabajo social con el gobierno para extender su visa y luego opta por estudiar Hotelería y Turismo, programa que debe complementar trabajando en el hotel donde lo conocí, aunque también hace, con su novia, turnos de noche en un bar cercano.
Su novia, Laura, es una joven bogotana que quiere ser médica, hizo también su año de “Au pair”, prestó servicio social y hoy estudia enfermería, hace un voluntariado y los turnos con Andrés en el bar donde suman euros para subsistir y construir sus sueños; una pareja unida por el esfuerzo para alcanzarlos.
Como Laura y Andrés hay miles de jóvenes colombianos buscando las oportunidades que su país les niega y emprendiendo aventuras de vida marcadas por el talento y el esfuerzo. No dudo que Laura será médica, Andrés tendrá su propio negocio y ambos ascenderán económica y socialmente.
Estas historias de jóvenes sin mayor fortuna que, “a pulso”, luchan por convertirse en “afortunados”, me llevaron a varias reflexiones:
Primero: muchos nunca regresarán y el país perderá su talento y el fruto de su esfuerzo; un enorme capital social que terminamos “exportando” …, ¿o expatriando?
Segundo: otros regresarán y, a partir de su “libertad de ser y de tener”, de sus legítimas aspiraciones de escalar económica y socialmente para su bienestar y el de sus familias, terminarán aportándole su talento y esfuerzo al país y construyendo su patrimonio.
Tercero: sin embargo, cuando lo logren, serán “reclasificados” socialmente y desligados de su esfuerzo y su historia por las narrativas de izquierda, para ser, simplemente, “ricos” que deben ser odiados por los “pobres”, como si lo conseguido no fuera fruto de su esfuerzo, sino del despojo a los segundos.
Por eso mi última reflexión apunta a la naturaleza de la propiedad privada, no tanto como derecho meramente económico, sino “moral y ético”, por su inmensa carga histórica de vida y esfuerzo, que no puede ser ignorada ni sus resultados satanizados.
Reflexioné en el derecho a “ser y a tener” de esa enorme clase media, la de Andrés y Laura, que empuja anónima el desarrollo; reflexioné en las oportunidades que el país les sigue debiendo. Reflexioné en el decreto que les paga a unos un millón de pesos mensuales por no destruir, mientras otros construyen sus vidas sin más ayuda que su propio esfuerzo; definitivamente, un mensaje que desvaloriza ese esfuerzo, y eso… es muy mala señal.